Relato de nuestro paso por San José de Jáchal, una pequeña ciudad con aires de pueblo que nos atrapó con su paz, su hospitalidad y sus historias.

A Jáchal a dedo

Si vienen siguiendo el blog, sabrán que desde hace un par de años mi principal medio de transporte viajando como mochilero es el dedo: estirando el pulgar, entregado al destino disfruto de la incertidumbre, sabiendo que uno siempre llega, aunque no se sepa ni cuándo, ni cómo, ni con quién y, muchas veces ni a dónde; a su vez, si andan por aquí a menudo también sabrán que ya de viaje no soy uno, sino que ahora somos dos…

Volviendo a la historia, como les contaba aquí, desde la ciudad de San Juan – capital de la provincia homónima – Emilce nos alcanzó hasta Albardón, un buen punto en las afueras para hacer dedo:

Esperando aventón en Albardón

Pero eran las dos de la tarde y con 50 grados a la sombra, no había un gran flujo de autos en la ruta: debimos esperar una hora y media resguardados por el árbol que ven en la foto hasta que se detuvieron Carmelo y su novia, una pareja de fotógrafos que iban en su Fiat Strada al Valle de la Luna. En una jugada arriesgada, les pedimos que nos alcancen hasta Talacasto, a poco más de 50 kms. de allí, ya que estábamos muy cansados de esperar en Albardón.

Así que allí nos encontrábamos media horita más tarde en un páramo denominado Talacasto. La mítica ruta 40 sobre la que estábamos atraviesa todo tipo de paisajes, pueblos, ciudades y también kilómetros y kilómetros de la nada misma; esta última clasificación describía nuestro estado de situación: estábamos en medio de la nada. Además, el sol rajaba la tierra y no se veían ni las lagartijas; la verdad que estábamos bastante locos de esperar ahí, sobre todo porque casi no nos quedaban provisiones y el agua con el que pretendíamos saciar nuestra sed estaba a temperatura de mate o té. Complicada situación, pero a la altura de muchas otras similares a las que estuvimos expuestos a lo largo del viaje.

Poniendo a prueba un «arma secreta» (que a partir de ahora ya no lo es más)

Así es mis queridos lectores, con mi amada teníamos un arma secreta: nuestra invocación/oración a la «madre ruta» venia dándonos excelentes resultados y en esta ocasión no fue la excepción. La misma, por si quieren probarla consiste en algo así como recitar lo siguiente: «madre ruta, madre ruta, llévanos a X», donde X es el lugar al que quieren llegar; lo repiten 3 veces y lo sellan con un beso si están haciendo dedo con su novia viajera, o en cualquier otro caso, séllenlo como les surja y después me cuentan. Pueden probar darse la mano o un abrazo, en fin, lo dejo a su criterio…

Pocos minutos después, vemos a lo leeeeeeeeejos un brillo en el horizonte de lo que parecían ser las luces bajas de un auto que se aproximaba. Pudimos confirmar nuestra sospecha y nos desesperamos al ser ese el único vehículo que veíamos en kilómetros a la redonda y aunque no estábamos hace mucho allí, el panorama era bastante desolador y el tiempo parecía pasar más lento.

Conectamos al instante con Mariel – como a lo largo de todo el viaje y de nuestro tiempo juntos – y con dos o tres jugadas rápidas ejecutamos un plan maestro que nos sacó en menos de 10 minutos del páramo: ella toma la botella de agua que teníamos vacía y la prepara para mostrársela al conductor, corremos lo más rápido que pudimos a un badén unos 50 metros más adelante para que el vehículo tenga que bajar un poco la velocidad y a mí se me ocurre el «gancho» con el que nos ganamos la confianza y simpatía de quienes deciden levantarnos: justo a tiempo cuando la camioneta se aproximaba a nosotros, me arrodillo y pongo mis manos en señal de ruego mirando a los ojos al conductor, con una sonrisa. Jugada magistral: el vehículo se detiene.

Jorge y señora nos permiten compartir el viaje con ellos y casualmente, iban a San José de Jáchal (la primera población a poco más de 150 kms por la ruta 40, donde estábamos esperando un aventón).  En minutos pasamos del calor abrasador al aire acondicionado de una Avery, cambios drásticos a los que quien viaja a dedo termina acostumbrándose. Ellos no sólo nos alcanzan hasta Jáchal, sino que además nos invitan una Coca y un alfajor para la merienda y nos llevan en su camioneta a buscar la casa de quien sería nuestra familia anfitriona en el pueblo; gestos que una y otra vez nos demuestran que se puede confiar en las personas y que cuando uno abre su corazón, las situaciones que nos llenan de alegría son muchas más que las que deberían generarnos preocupación.

Con Jorge y Elena en Jáchal

Conociendo el pueblo

Pero resulta que nuestro potencial anfitrión – sólo teníamos el dato de que nos recibirían por ser amigos de un amigo nuestro – no estaba en su casa por la tarde, por lo que nos tomamos unas horas para descansar, recorrer el pueblo y comer algo, haciendo tiempo para volver a buscarlo por la noche y sacando algunas fotos que comparto con ustedes:

Pasando la noche en el camping municipal

Ya en horas de la noche, volvemos a pasar por lo de la familia R., pero Pedro, amigo de un amigo nuestro (me refiero a Juan Villarino – sarcasmo mode: ON -, un muchacho que está comenzando en esto de los viajes a dedo) no había vuelto a la casa, ya que aparentemente estaba en un cumpleaños en la ciudad. Si bien la familia fue muy amable con nosotros, es Pedro el encargado de dar el visto bueno para que los viajeros se queden en la casa, por lo que deberíamos esperar su veredicto al día siguiente.

Nos dirigimos entonces al camping, que quedaba a unas 30 cuadras del centro del pueblo. Créanme que, con el cansancio del día, llevar las mochilas todo ese tramo se sintió bastante en nuestros cuerpecitos, así que llegamos y nos desplomamos en el pasto. Al rato, juntamos fuerzas y armamos nuestra carpa, ¡pero nos habíamos olvidado de comer! Sé que suena raro pero si ustedes son de los que el viaje los absorbe como a nosotros, les habrá pasado más de una vez que abstraídos por una sucesión de aventuras, comer (me refiero a una comida contundente, porque veníamos comiendo frutas y algunos cereales) pasa llamativamente a un segundo o tercer plano, siempre y cuando puedan mantenerse hidratados.

Para cuando nos acordamos de alimentarnos, ya eran más de las 22, cerca del lugar no había posibilidades de comprar comida y dentro del camping había dos puestitos que no tenían nada más que golosinas y snacks salados. A nuestro alrededor, cientos de campistas comían asado con sus familias y amigos y se nos ocurrió dar una vueltita buscando las sobras de dichas comilonas. No tuvimos suerte ligando comida, aunque una señora cuyo hijo estaba de mochilero en el sur del país se solidarizó con nosotros dándonos algo de dinero. La verdad es que no era lo que necesitábamos, porque no podríamos utilizarlo hasta el día siguiente para conseguir comida substanciosa, pero nos sorprendió el gesto y no podíamos rechazarlo.

En el camping había pocas carpas, pero muchas personas habían llevado sus equipos de audio o usaban los de sus vehículos, protagonizando una competencia cuyo ganador sería el que lograba que su música suene más fuerte. Ante esta situación, habíamos decidido armar la carpa un poco alejados de todo ese ruido, en las afueras del camping y al lado del camino por donde salían los autos. Allí, hablando con la gente y aún en busca de nuestra cena, se detienen Martín y Sebastián en una combi, con quienes nos quedamos conversando varias horas, comiendo los bizcochos que nos convidaron y tomando mate, que también auspiciaron ellos.

La mística de Jáchal nos empieza a atrapar cuando nos cuentan algunas historias de brujas, fantasmas y magia negra locales que, en la oscuridad de la noche y en la naturaleza, tenían un condimento especial. Nos confesaron que por varias de las historias que habían escuchado, no se sentían del todo a gusto quedándose a dormir allí – para no decir que les daba un poco de miedo – y nuestra compañía les brindaba cierta tranquilidad; no les voy a negar que era más agradable para nosotros también no estar completamente solos allí para pasar la noche.

Al día siguiente, nos levantamos no tan temprano, charlamos otro buen rato, tomamos más mate, comimos más bizcochos y los chicos nos alcanzaron hasta el pueblo, más precisamente a la casa de Pedro.

Con Martín y Sebastián en el camping municipal de Jáchal

En casa de los R., esta vez para quedarnos

En horas del mediodía nos recibe Cuqui, quien tiene una chacarita (allí desarman distintos tipos de vehículos y venden sus partes) y es el padre de Pedro, quien llega al rato. Desde el primer momento, nos hacen sentir parte de la familia, se interesan por nuestro viaje y por  nuestras vidas y nosotros por las de ellos: Pedro es profesor de inglés y además estudió ciencias políticas; es una persona muy culta que hace muchos años milita y trabaja por mejorar las condiciones de vida de su pueblo, especialmente con un enfoque en la educación y es un activo opositor a la actividad minera en Jáchal. Conoce muy bien su pueblo y su historia y le apasiona compartirlo con quienes están de visita.

El acento de Pedro y de otros sanjuaninos tiene como un cierto encanto y de su ritmo tan pausado al hablar, especialmente en los pueblos, uno puede percibir la paz con la que viven. Estar allí y dejarse llevar por sus tiempos, olvidarse del reloj y de cualquier compromiso y de los lugares que uno «tiene que visitar» nos sumerge en una realidad tan distinta a la de la ciudad que parece que la noción del tiempo cambia rotundamente. Hacer un viaje largo, desplazándose por ciudades y pueblos, pasando también por kilómetros y kilómetros de la nada misma y conociendo tantas personas y lugares, hacen que la intensidad de lo vivido sea inabarcable y aún en un viaje de sólo tres meses como el que pude hacer este año, al volver es tanto lo vivido que realmente se siente como si hubiera sido mucho más.

Caminando por las calles de Jáchal, el calor era intenso, especialmente en horas de «la siesta», ese sagrado momento del día en los pueblos en donde el tiempo parece detenerse por completo, pero bajo la sombra de una parra en lo de los R. uno estaba totalmente resguardado del sol y se sentía muy fresco.

Conociendo un molino harinero

San José de Jáchal tuvo un desarrollo económico de marcada importancia durante los Siglos XVIII y XIX de la mano de sus molinos harineros, a través de los cuales se molía el trigo para obtener harina, abasteciendo al mercado local y otros puntos importantes del país como Buenos Aires, Córdoba y Tucumán.

Los molinos de la zona funcionaban gracias a canales que llevaban el agua del Río Jáchal para que con su fuerza hagan girar una rueda, que a su vez activaba los mecanismos para moler el trigo. Aquí pueden observar uno de dichos canales:

Hoy en día, estos molinos harineros se conservan como Monumentos Históricos Nacionales, ya que no se utilizan más para la molienda, si bien varios de los mismos aún se encuentran en funcionamiento, como es el caso del Molino Santa Teresa – conocido como Molino Sardiña – que tuvimos la suerte de visitar con Pedro y del que les dejo unas fotos:

Este es el paisaje que acompaña al Molino Sardiña:

Rafting Nac&Pop

En Jáchal nos enseñaron, entre otras cosas, que no hace falta invertir un montón de dinero para desafíar las aguas río abajo y divertirse muchísimo en el proceso: allí junto con Pedro y familia practicamos lo que he dado en llamar «Rafting Nac&Pop» (nacional y popular). Aquí estamos a punto de partir hacia la aventura:

Con dos cámaras de camión viejas y parchadas y dos palos – además de un par de sogas para transportar las cámaras infladas sin perderlas por el camino – no hacía falta más que un medio de transporte como la Ford Falcon Rural que ven en la foto para pasar una tarde espectacular en el río con familia y amigos.

Así fue que salimos del pueblo e hicimos algunos kilómetros por la Ruta 150 que va a Rodeo, tomamos una bajada totalmente imperceptible para quienes no éramos de la zona, avanzamos por un camino de tierra unos cuantos metros, estacionamos el vehículo en medio de la vegetación, descargamos las balsas y nos preparamos para el rafting.

El caudaloso Río Jáchal era un gran lugar para practicar este deporte amateur y la verdad es que nos divertimos muchísimo. Unas semanas antes había hecho rafting en el Río Mendoza en la provincia homónima y la experiencia jachallera no tenía nada que envidiarle, mucha adrenalina con una inversión monetaria ínfima. He aquí un par de fotos:

Nos fuimos turnando las balsas y todos pudimos compartir la travesía río abajo hasta que la luz del sol nos estaba abandonando, momento en que tomamos la foto del equipo y emprendimos la vuelta a casa:

Conociendo un puesto de cabras

De la mano de Pedro tuvimos el privilegio de poder conocer tierras que van pasando de generación en generación y que pertenecen a una familia cuya subsistencia depende principalmente de las cabras; son denominados puestos de cabras y aún persisten muchísimos a lo largo del territorio argentino, especialmente en el norte.

Abarcan grandes extensiones, prácticamente inalteradas a lo largo del tiempo, con la belleza y majestuosidad de la naturaleza en su estado puro, con una escasa intervención del hombre, que las hacen mucho más auténticas.

Como su actividad – la venta de lácteos principalmente – no les trae grandes beneficios económicos, es su amor por la naturaleza, entre otras cosas, lo que hace que los dueños de estas tierras decidan conservarlas, como lo vienen haciendo sus antepasados hace cientos de años. Sin embargo, algunos sucumben ante la tentación del vil metal y las venden, dando lugar así a distintos tipos de empresas, mayormente del rubro turístico. Eso sí, como en general no tienen valor agrícola, están bastante a salvo del monstruo de la soja que viene aniquilando miles y miles de hectáreas de suelo a lo largo de toda la Argentina.

Fue gracias a que Pedro viene en contacto con ellos hace algunos años que nos llevaron a recorrer parte de la zona. De hecho, era también su primera vez en esta caminata que compartimos, ya que llegamos justo para el clímax de las tratativas. Así fue que gracias a Cristina y a su esposo Ramón, dueños de esas tierras, pudimos esa tarde sentirnos como Frodo y los otros miembros de La Comunidad del Anillo recorriendo tierras vírgenes de mano de sus hijos, que las conocen de andarlas a diario con sus cabras, llevándolas a pastar a tierras más altas y regresándolas al final del día para resguardarlas de los depredadores como los pumas y los seres humanos.

La travesía duró horas atravesando varios kilómetros ausentes de cualquier otro visitante humano, vadeando el Río Jáchal en tres oportunidades – el agua nos llegó en una de esas tres hasta la rodilla- y como arrancamos tarde, se nos hizo de noche. De cualquier manera, estábamos tranquilos porque sabíamos que estábamos en buenas manos. Creo que las fotos hablarán mejor que yo en ese aspecto, así que los dejo con ellas por un momento:

Cráneo de una cabra, seguramente víctima del ataque de un puma

* Las fotos de noche se las debo porque mi cámara no tenía forma de captar esos momentos, por lo que han quedado sólo en nuestras retinas.

Cerrando el día (y este relato)

Habiendo finalizado un recorrido de ensueño con la escolta de los jóvenes pastores, nos quedamos compartiendo un rato con ellos y su madre Cristina: nos convidaron mate, pan casero, mermelada y quesillo (queso de cabra); manjares hechos en casa, con un sabor realzado por el hambre que traíamos de la aventura.

Conversamos con ellos acerca de su trabajo y debatimos la posibilidad de que, así como nosotros disfrutamos de tan bellas tierras, puedan compartirlas con otros potenciales visitantes de alguna manera que les permita seguir protegiéndolas y cuidándolas, tal vez con la forma del Turismo Rural Comunitario, que viene teniendo algo de movimiento en el país. Lógicamente, es un tema que da para más de una charla, pero fue muy bueno que surgiera.

Cuando era el momento del retorno, Cristina observó a lo lejos – el puesto queda del otro lado del río Jáchal – un resplandor que se lo atribuimos a las luces bajas del vehículo que nos llevó hasta allí. Así es mis queridos lectores, lo que se están imaginando: tras varias horas de estar prendidas, para cuando llegamos al auto la batería del mismo estaba totalmente agotada y no le alcanzaba la energía para dar arranque al Falcon. Así fue que quedamos de noche, en medio de la nada con el auto sin poder moverse ni trasladarnos: por las características del terreno – vegetación, suelo rocoso y una subida importante – y la distancia hasta la ruta, no teníamos margen para poder empujarlo, ponerlo en la segunda velocidad y alternar acelerador y embrague para ver si arrancaba (técnica que algunos de ustedes conocerán), por lo que necesitábamos ayuda externa.

Como no podía ser de otra manera, no teníamos señal de celular en la zona, así como tampoco viviendas u otras posibles formas de comunicarnos. No nos quedaba otra que caminar dirección a Jáchal, y con paciencia porque estábamos como a 30 kilómetros de allí, habiendo posibilidades de tener señal para un llamado recién en los últimos 5 o 6 kilómetros.

No dejamos de intentar hacer dedo, pero era lógico que de noche, no muchos conductores quisieran parar (ninguno, en realidad) aunque, de cualquier manera, preocupados por nuestra demora, Cuqui y un amigo de la familia vinieron en nuestro rescate en la moto de este último de manera proactiva. Les contamos lo sucedido y Pedro volvió a su casa en la moto a buscar una batería – eso no sería inconveniente en la chacarita de los R. –  llevándose a la dama de la película para ponerla a salvo en el hogar.

Así fue que mientras caminábamos hasta el auto – habíamos avanzado unos kilómetros hasta nuestro rescate – intentamos hacer dedo con la esperanza de que reconocieran a Cuqui, una institución del pueblo, y así fue: un conocido de la familia se detuvo al reconocerlo, nos llevó hasta el auto y lo empujó con su pick-up de manera que pudimos darle arranque. Aquí la foto tras el logro cumplido:

Tomamos la ruta hacia Jáchal ya en el Falcon que habia vuelto a la vida y de camino nos cruzamos a Pedro, quien estaba alcanzándonos (a donde ya no estábamos) la batería.

Con esta anécdota de un pequeño inconveniente con final feliz cerramos nuestra última noche en Jáchal llegando a la casa de los R. pasadas las 12, siendo recibidos por toda la familia y amigos, contentos de que estábamos a salvo y escucharon atentamente todo lo ocurrido en el día. Increíble que en uno sólo hayan pasado tantas cosas…


 

Este fue el relato de nuestro paso por Jáchal, espero que te haya gustado y que dejes tus comentarios más abajo. También acepto críticas constructivas y otras sugerencias si no te gustó 🙂