El Cabo es una reserva natural a la que no es fácil llegar y que tiene ese «no sé qué» difícil de explicar. Allí no hay internet, televisión ni radio y limitadísima electricidad (lo que explica las anteriores carencias), gracias a paneles solares que almacenan energía solar durante el día y brindan la energía eléctrica suficiente para cargar un celular, mantener encendidas unas luces tenues de lamparitas LED y no mucho más. Al lugar no se puede ingresar con vehículos particulares, sólo con unos especiales del departamento de Rocha al cual el pueblo pertenece; estos vehículos atraviesan las dunas caprichosas con un traqueteo incesante, un serrucho constante.
El mar tiene en el Cabo un azul verdoso y playas con arenas doradas, protegidas a sus espaldas por imponentes dunas de verdes pastizales que por su contraste con la arena parecen aún más brillantes. Algunas dunas esconden pequeñas lagunas que en el contexto se ven cual oasis en el desierto, sólo que defendidos por temerarios teros.
En pocos cielos se pueden ver mares de estrellas como en el Cabo, será tal vez porque la ciudad más cercana se encuentra a varios kilómetros o será tal vez porque el pueblito no tiene luz artificial en sus callecitas y la de sus casas es bien tenue, será tal vez por su ubicación privilegiada, hermana del Océano Atlántico y enmarcada en una reserva natural, será tal vez porque sus habitantes y visitantes velan porque así siga siendo, no interfieren y lo dejan ser.
En esas noches inundadas de estrellas, la luna encandila como un flash en una habitación oscura y el faro de Cabo Polonio es por lejos la luz más prominente, aunque no apunta a la tierra, sino al mar, resaltando sin embargo en la oscuridad de la noche, como un llamado extraterrestre o a Batman si se quiere. El faro le indica a los barcos la presencia de la tierra y le implora que no vengan a irrumpir en la paz del lugar.
Sí mis lectores, el Cabo tiene un «algo» – por favor no me dejen usar el adjetivo «mágico» -; es un lugar fuera de serie, distinto, rebelde, caprichoso y auténtico. Muchos de los que lo visitan quedan atrapados en sus redes y estadías que iban a ser de días terminan siendo de meses o años, cientos encuentran allí su lugar, encuentran esa paz que buscaban y deciden quedarse por tiempo indefinido. Muchos de ellos vibran en otra sintonía y disfrutan tanto como yo de sentarse sólo a mirar el interminable horizonte, filosofando de la vida, los sueños y los viajes, vehículos que permiten unir los dos anteriores.
Así, quienes habitan este pueblo son simples, minimalistas, de manera prácticamente inevitable por las limitaciones eléctricas: allí las casas son funcionales, tienen lo mínimo necesario para subsistir, no tienen decenas de electrodomésticos como microondas, licuadoras, batidoras y freidoras, no hay allí televisores, reproductores de DVD ni computadoras, ni tampoco importantes equipos de música, tal vez alguna que otra radio como mucho y sin embargo, viven en toda su plenitud, ¿no será que para vivir necesitamos mucho menos de lo que creemos?
Y en Cabo Polonio también viven miles de lobos marinos, a los que podemos apreciar de cerca sin que se vean perturbados por nuestra presencia: allí combaten con otros machos por un lugar en los acantilados para cortejar a una hembra, juegan, nadan y se comunican, aunque nosotros no los entendamos. Y como la vida misma, en el Cabo también mueren los lobos marinos y sus cadáveres son arrastrados a la playa, dándole un aire nostálgico, sirviendo como testimonio de que esta vida es corta, que hoy estamos aquí y mañana tal vez no y por eso hay que vivir cada día como si fuera el último, ser fieles a lo que sentimos y hacer nuestros sueños realidad, porque eso es la vida a fin de cuentas, ¿no es verdad?