Esta es una crónica de una historia inédita de nuestro paso por Florianópolis en julio de 2016. Buscá los pochoclos, una cervecita, gaseosa o el mate/tereré y acompañame en esta aventura.
La casa Ganjah
Uno de nuestros hogares en Florianópolis fue “la casa ganjah” del barrio de Campeche. Allí abundaba la marihuana y cada uno estaba en su mundo, especialmente mientras estaban fumando. Salvo en raras ocasiones, era muy dificultoso sostener conversaciones profundas, por lo que teníamos que estar en la nuestra, como casi todos los de la casa.
El único que nos dio un poco de bola era Zé Paulo, con quien aún mantenemos el contacto. Él estaba estudiando en la ciudad y con él pudimos conocernos un poco mejor.
En esa casa fue una uruguaya quien nos ofreció a través de CouchSurfing un espacio en el living para que podamos dormir con nuestras colchonetas inflables y bolsas de dormir. Sin embargo, no la conocimos personalmente, ya que ella estaba visitando a su familia en Uruguay. Fue su novio brasileño el que ofició de anfitrión (o algo así), aunque Zé Paulo nos explicó las reglas y movimientos de la casa.
Comienza la travesía
En nuestro primer fin de semana en Campeche, en un fresco sábado de invierno, de sol radiante y brisa placentera, comenzamos el día muy temprano con Mariel en busca de un nuevo desafío en un sendero que prometía mucho: Lagoinha do Leste. La gente local nos juraba una y otra vez que era un camino bastante exigente y peligroso pero que valía mucho la pena. Por cierto, no fue la primera vez que nos daban este tipo de recomendaciones acompañadas con sermones marca madre. No teníamos ni la menor idea de lo que nos esperaba.
Desde Campeche partimos hacia la lagoinha, que en portugués significa “lagunita” y en este caso es una lengua de agua de color turquesa que se forma con agua de mar, y se mezcla con palmeras, arena y rocas, conformando un paisaje de esos a los que cuesta muchísimo llegar pero que al contemplarlos uno comprueba que todo el esfuerzo no fue en vano.
La travesía comenzó con un tramo a pie de poco menos de dos horas desde la casa hasta el Parque Municipal Lagoa do Peri.
Allá hicimos una parada técnica, admiramos la laguna, comimos algo y seguimos camino. Había mucho camino por delante y la verdad es que el parque ese tampoco nos había deslumbrado, para serte sincero.
Escala en Praia do Armação
El siguiente punto en el recorrido era Praia do Armação, desde donde ya comenzaríamos el anhelado sendero. Como era medio largo el camino hasta allá, decidimos adelantar viaje con un tramo de autostop. En Floripa, viajar de esta manera es muy simple: los locales lo aceptan y lo practican a menudo, así que recorrer la isla con el pulgar al aire es lo mejor, ya que permite ahorrar dinero, ganar tiempo y conocer gente nueva.
Ya en la playa hablamos con algunos surfers que nos ayudaron a encontrar el inicio del sendero (o “trilha”, en portugués).
Comienza el sendero
Al principio, la trilha no presentó grandes dificultades, pero rápidamente las piedras y las subidas fueron volviéndolo mucho más peliagudo. Por si esto fuera poco, la vegetación era muy cerrada y la señalización escasa. Aún así, seguimos adelante.
La temperatura era ideal para la caminata, con unos 20 grados de temperatura. Como era un fin de semana de julio, no había demasiada gente, pero sí la suficiente como para que pudiéramos confirmar en cada momento si íbamos bien orientados. Casi todos iban paso a paso, de selfie en selfie, mientras yo intentaba esquivarlos para retratar los paisajes. En eso siempre fui un poco ogro, debo confesarlo. De todos modos, siempre me terminan convenciendo de protagonizar alguna de esas.
Mientras caminábamos, recordamos algo que nos ha llamado la atención en todo Brasil: la cantidad de gente haciendo senderos bastante complicados con ojotas, casi siempre con las famosas “Havaianas”. Siempre digo que hay que operar a un brasileño para sacarle esas ojotas y, la confirmación de que no son buenas para senderismo es que en muchos de esos caminos se encuentran cementerios de Havaianas por doquier, porque no soportan la exigencia del camino:
A un buen par de botas de trekking no hay con qué darle para recorrer senderos, pero cada loco con su tema, dicen.
Finalmente, en Lagoinha do Leste
Subiendo y bajando, esquivando ramas y piedras y a paso firme pero sin prisas, llegamos finalmente a la famosa Lagoinha do Leste. Era inconfundible. No eran necesarios carteles ni señales de ningún tipo. Y menos mal, porque no los había.
Un mar esmeralda, cientos de palmeras, un silencio lleno de paz y una brisa cómplice nos acompañaban en nuestro contemplar meditabundo del paisaje. Estábamos rodeados por cerros bien verdes y custodiados por el cielo prístino, con el sol que nos cegaba por su fuerza. Son esos momentos que se quedan bien grabados y los que sería imposible imaginar siquiera un poco más hermosos.
Salimos de ese trance al darnos cuenta de que en realidad no estábamos solos.
Escuchando castellano de vuelta
Después de días sin escuchar más castellano que el que intercambiábamos Mariel y yo cada día, nos sorprendió escuchar nuestra lengua madre nuevamente. Sucede que, al estar en Florianópolis fuera de temporada, nos hemos ido encontrando casi siempre sólo gente local. En verano, millones de argentinos invaden la ciudad, por lo cual esto no hubiera sido tan atípico en enero o febrero, pero no era el caso.
Era un grupo de unas diez personas que venían andando juntas y al toque los encaramos para conversar un poco:
- Hola, ¿cómo están? ¿de dónde son?, les preguntamos.
- De Colombia hermano, pero yo vivo aquí. Nos contestó quien parecía ir guiando al grupo.
-
Ah, ¡qué bueno! ¿Y conoces el sendero?
-
¡Pues claro! Vengo muy a menudo.
-
Y vamos bien, ¿verdad?
-
Sí, si. Pero si se desvían un poco y nos siguen les podemos mostrar una vista bien chévere.
-
Dale, ¡vamos!
Así fue que nos pusimos a seguir a los colombianos y les preguntamos un poco sobre su país, que visitaríamos el siguiente año. Algunos de ellos eran “paisas” (de Medellín), había bogotanos, de Salento y alguno de otro lugar más y nos iban recomendando puntos para marcar en el mapa, algo que nos encanta.
Camino a Pantano do Sul
En un momento nos recomendaron volver vía Pantano do Sul, en vez de hacerlo sobre nuestros propios pasos, que nos llevarían nuevamente a Praia do Armação. Sonaba mucho más interesante, ya que nos permitiría conocer un nuevo camino. Nos indicaron por dónde ir y los fuimos siguiendo, pero mientras avanzábamos, notamos que iban muy en su mundo y ya se estaba haciendo demasiado tarde.
Decidimos hacer la nuestra e ir a nuestro propio ritmo, sin parar tanto a tomar selfies.
No pasaron 15 minutos hasta que el camino se volvió un signo de interrogación (robándole una metáfora a Sabina): una opción era volver hacia atrás y la otra internarnos en la selva. Optamos por esto último.
Caminamos un poco y apareció de la nada una pareja joven que parecía saber lo que estaba haciendo. Les preguntamos si el sendero era por ahí y su respuesta no parecía convencerlos ni a ellos mismos. Al poco tiempo los perdimos y ahí nos dimos cuenta que estábamos en problemas. Al día de hoy nos preguntamos si esos dos terminaron igual que nosotros.
Hacia adelante, la vegetación se fue cerrando más y más y todo se fue poniendo agresivo. Ya íbamos de raspón en raspón, se nos estaba cortando la ropa y empezamos a sangrar en los distintos raspones que nos fuimos haciendo. No hace falta que te diga que no nos estaba gustando nada la situación.
Es oficial: estamos perdidos
Hora: 4 de la tarde, estado de situación: ¡en el horno! Nuestra reserva de agua era muy escasa y la de comida casi nula. Estábamos bien preparados para un sendero de 5 o 6 horas, pero no para pasar la noche en la selva. Ropa para el frío tampoco teníamos y la verdad es que en Floripa de noche en invierno no es Alaska, pero sí refresca bastante comparado con los veintitantos del día.
Además, sabíamos que una hora más tarde el sol iba a empezar a abandonarnos hasta el día siguiente y el GPS nos decía que estábamos cerca de Ponta da Andorinha, sin señales de vida humana a kilómetros de distancia.
¿Qué carajo hacemos?, nos preguntamos. Era muy tarde para volver sobre nuestros pasos y sabíamos también que ya no llegaríamos a Pantano do Sul en el día. De todos modos, en la lagunita no había nada que nos aliviara tampoco: ni comida, ni agua dulce, ni un techo para escapar del frío, ni de las criaturas de la noche.
Así fue que seguimos avanzando, siempre bordeando la costa, dejando a nuestra derecha la vegetación cerrada y hacia la izquierda un acantilado de unos 1000 metros que nos garantizaría un muy buen viaje a tocar el arpa, si es que fallábamos en nuestros pasos. Pero mejor que no, todavía soñábamos con muchos viajes en nuestro porvenir.
El clima se puso bien tenso
El planeta seguía sus movimientos habituales y así el sol cada vez calentaba menos, por lo que el frío iba ganando terreno. Tanto Mariel como yo tratábamos de no demostrar miedo, pero ya no podía ocultarse más: estábamos cagadísimos de espanto, nerviosos y empezamos a contestarnos mal, a subir cada vez más la voz y el aire se cortaba como con una navaja.
Discutimos, gritamos y estábamos al borde del llanto, pero no queríamos quebrarnos, porque necesitábamos de todas nuestras fuerzas para lo que se venía.
Cuando ya estábamos casi sin esperanzas, Mariel divisa un sendero que iba como para adentro de la selva. Ella lo mira con curiosidad y al principio no queríamos mandarnos, pero ya no teníamos mucho que perder. Nos quedarían como mucho 20 minutos de luz tenue antes de que se apagaran las luces.
Seguimos el sendero y en menos de 100 metros, nos encontramos con lo último que esperaríamos en esa situación…
El milagro
¡Una cabaña! Sí, una cabaña de madera que se convirtió en nuestra salvación. Tocamos la puerta y nadie respondió, así que abrimos la puerta lentamente. Había cuatro camas, con sus respectivos colchones recubiertos por plásticos y frazadas. No lo podíamos creer. La felicidad no nos cabía en el cuerpo, ¿qué chances había de que pasara algo así?
Guardamos lo poco que teníamos dentro de la choza y empezamos a inspeccionar los alrededores: había cañas de pescar, lo que parecía indicar que era un refugio de pescadores, allá en medio de la nada misma. Nos preguntábamos si alguien vendría esa noche a compartir el refugio con nosotros o a echarnos a patadas o machetazos.
Agua y una cebolla
Primer gran hallazgo en el refugio: muchas botellas de agua, muy sucias por fuera pero lejos estaba de importarnos eso, menos en la situación en la que nos encontrábamos. Abrimos una, la probamos y agradecimos al cielo porque era riquísima. Ahí en medio de la selva y al lado del mar esto era oro en polvo, ya que no había fuentes de agua potable por ningún lado. Dicho sea de paso, todo el oro del mundo no nos ayudaría mucho en ese momento.
Comida, por desgracia, no encontramos. Bueno, en realidad, encontramos una cebolla, algo es algo, ¿no? También pudimos encontrar un hogar a leña, una sartencita, sal y aceite. ¿Qué podíamos hacer en esa situación? Saltear la cebolla al fuego, por supuesto. Encendimos una de esas lámparas que funcionan a gas con una garrafa, que nos dio luz y calor y nos arreglamos. Lo único que nos quedaba era medio paquete de galletitas sabor a queso y arriba de las mismas ubicamos la cebolla salteada, qué más da.
¡Sale caipirinha!
¿Cómo? Estos dos enloquecieron, estarás pensando. Cuestión que mientras revisábamos un poco la cabaña encontramos una botella de cachaça, una bebida blanca muy popular en Brasil, usada para preparar la famosa caipirinha.
La receta para este trago lleva en general: cachaça, lima, hielo y azúcar. La lima suele pisarse en un mortero, pero no encontramos ninguno por ahí dando vueltas. Hielo los pescadores tampoco nos dejaron, así que nos tuvimos que conformar con la bebida blanca, limón y agua, porque casualmente había un limonero ahí al ladito de la cabaña. Nada mal.
No estaba en nuestras prioridades, pero así es el destino: si la vida te da una botella de cachaça y un limonero en el medio de la nada, hay que hacer caipirinha, ¿no te parece?
Hora de dormir
Me hubiera encantado contarte que nos sentamos un buen rato a meditar y contemplar las estrellas pero lo cierto es que, aún con bastante suerte, estábamos en medio de la selva, con mucha tensión acumulada y los sonidos de la noche eran bastante intimidantes.
No pudimos relajarnos del todo, así que luego de la caipirinha nos fuimos a acostar, trabando la puerta, aunque dudábamos mucho de que pudiéramos tener visitas. En efecto, no las tuvimos.
Un nuevo día comienza
Esa noche no dormimos mucho, porque todavía nos invadía la duda de si podríamos deshacer nuestros pasos para llegar de vuelta a Lagoinha do Leste. Así fue que, aún con bastante miedo, logramos reponer fuerzas para empezar de nuevo.
Dormir tan poco nos permitió despertarnos al alba y mirar uno de los amaneceres más memorables de nuestras vidas: no sólo por el naranja del sol sobre el horizonte interminable, sino porque ahí caímos en la cuenta de que pasamos de estar desolados en medio de la selva sin nada para tomar y comida, a tener un techo, agua, caipirinha, colchones y frazadas, agradecidos a la providencia por ese guiño.
Esperamos un poco a que termine de clarear, agarramos agua para el camino y empezamos a andar nuevamente.
Deshaciendo el camino
Casi siempre paralelo al mar fuimos deshaciendo el camino y haciendo uno nuevo también. Íbamos con miedo pero decididos, a paso firme y constante, sorteando las piedras y tratando de aplastar un poco la vegetación para que nos deje avanzar.
Cuidábamos el agua potable y deseábamos que pudiéramos encontrar el camino a casa. Bueno, a la casa temporal que dimos en llamar “la casa ganjah”.
¡Seres humanos nuevamente!
Fue cuando divisamos a otros de la misma especie que finalmente pudimos relajarnos. En ese instante nos tiramos en el suelo panza arriba y sentimos un gran alivio. Estábamos en paz nuevamente.
Avanzamos un poco más, llegamos al mirador al que estaban yendo las personas y no demoramos demasiado hasta que estuvimos nuevamente en Lagoinha do Leste.
A todo esto, era domingo tipo 9.30 de la mañana y ahí nos recibió un grupo de tres amigos que recién llegaba al lugar. Les contamos nuestra historia y, con mucha empatía, nos regalaron varias frutas que tenían, que disfrutamos con todo nuestro ser. Agua teníamos bastante, porque con todo el cagazo la habíamos racionado muy bien.
Ahora sí, camino a Pantano do Sul
Pidiendo indicaciones a nuestros benefactores, nos pusimos camino a Pantano do Sul, aunque un día después de lo planeado.
El camino era empinado y no muy sencillo, pero después de todo lo vivido lo tomamos como un juego de niños.
El merecido premio
Luego de poco más de una hora y media de caminata estábamos nuevamente en la “civilización”. Una vez más, podríamos intercambiar esos papeles pintados por comida y bebida.
Estábamos decididos a darnos un banquete en alguno de los restaurantes con vista al mar, pero los precios nos terminaron obligando a comprarnos unas cuantas empanadas recalentadas y un par de latas de cerveza en un supermercado que encontramos saliendo de la zona turística. Las llevamos a la playa y nos tiramos en la arena. No necesitábamos nada más.
No sería un almuerzo con cubiertos de plata y manteles blancos, pero después de la cena paupérrima y la aventura del día anterior, no nos hacía falta tampoco.
Qué aventura, chicos!!! Por suerte salió todo bien. Y el Universo conspiró a favor de que esa noche estuvieran protegidos. Los leo siempre y nos vemos en diciembre.
Una gran aventura que no olvidaremos! El universo nos acompañó una vez más 🙂
Abrazo grande y nos vemos en diciembre!
Hay chicos, que locura, que aventura, noce si felicitarlos o retarlos, mejor los felicito , por cuidarse ambos, y regresar, los quiero besos.
Hola Laura! Mi madre ya me ha retado, estimo que sentirás el impulso de hacer lo mismo, no? Jeje. Saludos y gracias por estar ahí del otro lado 🙂